Lasteralma

de Hernan Ronsino

El lenguaje le da a lo monstruoso la apariencia de lo cotidiano.
Ernst Jünger.



“¿Y entonces?”, preguntó el viejo Lani y arqueó su cuerpo para recoger la línea.
“Entonces – le contestó Juan Rivera que estaba fumando sobre las tablas malolientes del bote, resignado, y con la mirada vidriosa – es como el pez que hoy no pudimos pescar”.
Se pasó la mano por los ojos y lo dijo, como una continuación del juego: “Es una farsa, yo me atrevería a decir, una estafa”. Y largó el humo por la boca, y el reflejo del sol que se consumía a sus espaldas lo convirtió, tal como lo vio y lo pensó Lani, en un monstruo. El viejo se quedó quieto un instante, luego giró el cuerpo y exclamó. “¡La mierda es una estafa! Pero qué dice, dígame, a ver, explíqueme, no se da cuenta que ni siquiera es capaz de explicármelo a mí, que soy un viejo bruto: explíqueme, qué nos está robando la palabra para que sea una estafa, qué nos está haciendo representar para que sea una farsa”.
Lani terminó de hablar exasperado y sin aliento. Los ojos hinchados, la cara roja.
Juan Rivera se rascó la nuca. Aguantó la mirada pesada del viejo. Respiró el aire húmedo del río. El hedor agrio que se filtraba por las tablas podridas del bote. Y no supo qué decir, porque no había nada que decir.
Empezaron, luego, a remar.
“La vuelta siempre es penosa cuando no se pesca nada”, dijo después de un largo silencio, y mucho más tranquilo, Lani.
Unos grillos murmuraban tormenta. El horizonte desparramaba colores. El cigarrillo fue consumiéndose en la boca de Rivera; mezclándose el humo, que dibujaba caminos sinuosos, con el rumor doloroso de las brazadas, de los remos penetrando en el agua mansa y turbia.
Fue entonces, cuando faltaban metros para llegar al puente en donde habían dejado las pertenencias, cuando a Rivera se le resbaló la palabra, digamos que la inventó.
“A ver – dijo en un tono desafiante – a qué le suena Lasteralma”.
El viejo dejó de remar, Rivera también, el bote siguió por la fuerza que traía acumulada. Casi no pensó y contestó:
“Las-te-ral-ma: Desierto sin Bordes”.
Y volvió a tomar los remos, y miró los ojos vidriosos de Rivera, y tuvo ganas de reírsele en la cara, pero no lo hizo. Remó hasta el puente. Repitió dos o tres veces más, ahora en tierra: “Lasteralma: Desierto sin Bordes”. Mientras recogía sus cosas, mientras montaba la bicicleta y se perdía haciendo ochos por el camino Real, satisfecho, hinchado de orgullo, porque estaba bien claro – según en los términos que lo pensaba Lani – quién había sido el vencedor y quién el vencido.
Rivera lo contempló perderse en la oscuridad que ya devoraba el paisaje, y creyó que no había ganador ni perdedor; en todo caso había un fracaso humano, una ficción fundante deforme, una utopía atrofiada.
Encendió, después, un nuevo cigarrillo. Sentado sobre los pilares del puente observó la noche.
Pensó: No tiene que creerme, Lani, si estoy usando la palabra para contarle que la palabra es una estafa, una farsa, un círculo vicioso de sentido que nos vuelve animales reprimidos; esa forma llena de sentido nos separa de la naturaleza, nos impide conocer verdaderamente, nos enceguece dándonos conciencia. ¿Qué hay, entonces, detrás de las palabras? Nada. Las palabras son un barniz. Y la muerte sería un Desierto sin Bordes. Qué manera, Lani, de decirme que estoy acabado, borrado, sin atributos. Estamos fritos, pero no tanto, sabe, Lani, y usted me lo acaba de demostrar. La palabra nos puede porque somos palabra.
Pronto, el murmullo del río y la oscuridad total lo volvieron a Juan Rivera (a Juan Rivera pensamiento y a Juan Rivera cuerpo) insignificante.

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