La interpretación de lo nacional. El Martín Fierro y la crítica

por Alejandro Boverio


Reclamado como el libro nacional de los argentinos por Lugones en sus ya famosas conferencias en el teatro Odeón, el Martín Fierro se ha constituido –y tal vez precisamente por aquella apelación y la subsiguiente canonización por Rojas- en uno de los textos esencialmente nacionales. Ahora bien, ¿qué significa que un texto sea argentino? O más generalmente, ¿cómo pensar la nacionalidad de un texto? Ardua pregunta que no puede ser respondida unívocamente, o por lo menos no de un modo definitivo. La poesía argentina, según Borges, difícilmente deba buscar el color y los temas locales para ser tal. Irónicamente, nos dice que “el culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo”[1]. Que en el Corán, un texto propiamente árabe, no haya camellos, es lo que prueba que lo nativo suele y puede prescindir de lo local. De este modo elegante, como sucede todo en Borges, sitúa el mar de la creación argentina en el océano vasto de la cultura occidental. Una apelación, indudablemente, a la universalidad, pero también a la irreverencia: “Creo que los argentinos (...) podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas”[2]. Es dentro de este marco, situando lo argentino como una mera máscara o como una fatalidad, donde ensaya la inscripción de la tradición gauchesca como un género literario más, artificial como cualquier otro. Todo su interés reside en marcar que existe una diferencia fundamental entre la poesía de los gauchos y la poética gauchesca, para apuntar luego que derivar una de la otra, en todo caso, no es más que un error, acaso el hábil error de Ricardo Rojas.

Ningún error o, en todo caso, un error para Borges aún cuando hable de habilidad. Nadie negará que la poesía gauchesca fue escrita por hombres de letras, pero contra Borges podríamos pensarla como el modo propio en el que se enhebra una tradición literaria y cultural originalmente argentina. Las conferencias recopiladas en El Payador de Lugones son precisamente uno de los sellos de ese intento polémico y discutido; la puesta en acto de un mito gaucho que se eleva a símbolo nacional. Sin embargo, nuestro interés aquí reside en Martínez Estrada y en su voluminoso Muerte y Transfiguración de Martín Fierro, ya que es allí en donde M.E. no hace más que destacar, de algún modo contra Borges, el carácter esencialmente argentino de la poética gauchesca que, como fenómeno original en nuestras letras, reduce el programa de la generación del ’37 a un intento tímido que no sale de la línea de lo hispánico. Lo que hacen los poetas gauchescos -Hidalgo, Ascasubi, Lussich y Hernández-, “poetas del pueblo” como elige llamarlos Martínez Estrada, es declarar como extranjera la voluntad misma de crear una literatura nacional con elementos foráneos. Pero, ¿en qué reside exactamente la innovación de estos poetas? Según Martínez Estrada, al adoptar un español de origen popular, un habla popular, dicha poética entronca con lo castizo, y es la expresión, entonces, de “la existencia misma de un pueblo, (de) la realidad de las cosas, de hechos”[3]. Esta tesis, que no es menos arriesgada que la de Borges, reposa sobre una noción vitalista del lenguaje: “adoptar un lenguaje es adoptar una actitud total de sentir, pensar y vivir”[4]. La literatura gauchesca se convierte, entonces, en el modo en que, por primera vez, lo autóctono aflora en nuestras letras, y es por eso mismo que podemos llamarla argentina.

Hemos establecido el escenario de una disputa, ahora intentaremos desplegarla en toda su amplitud. Si el paso de la llamada “realidad” a lo literario, del mundo a las letras, en Borges suele aparecer como imposible –como la imposibilidad de salir definitivamente del texto-, en el ensayo de Martínez Estrada puede darse a cada momento. Esta diferencia es la que, en última instancia, creo, aquí articula todo el debate.

En efecto, el Martín Fierro para Martínez Estrada se alza como una poética que, en tanto tal, es la manifestación de un mundo: “mundo sombrío, hostil, infernal, que se nos abre en un siniestro panorama sin esperanzas ni consuelos”. Este mundo, lejos de ser solo la manifestación de una mera invención del autor o una mera proyección de su psiquis[5], es también, y especialmente, la manifestación de una realidad histórica efectiva, de una “verdad humana y social”[6]. Lo gauchesco se presenta, entonces, como la expresión de “una posición total de la psique: un estilo, un contenido, un uso del lenguaje, una cualidad étnica, un cariz geográfico y temporal, un mundo”[7]. Martín Fierro, sus hijos, Cruz, Picardía, no son más que facetas de un ser único: “todas esas vidas juntas no son más que una vida, la multiplican en episodios y circunstancias sin enriquecerla. (...) resulta evidente que [Hernández] ha observado una clase social entera para darnos su imagen, y esa imagen es fiel a un tipo humano, a una sociedad, a una época”[8]. Así, aquello que en los cantos podría interpretarse como el desarrollo de biografías individuales no es más que la manifestación de un tipo histórico bien definido. Martínez Estrada podría haber afirmado de esta obra poética, entonces, lo que Heidegger aseguró años antes en una célebre conferencia sobre la obra de arte en general: que el ser-obra de la obra de arte, su esencia, es el desocultamiento del ser, de la verdad histórica de un pueblo.

Martín Fierro es la manifestación, para él, de la verdad del ser o, en sus propias palabras, de un destino, el de la pampa: “El Martín Fierro tiene el rostro, la talla, las características físicas, somáticas, de esa matriz que se llama pampa. (...) es lo invariante, lo permanente de un sino regional, estructural, social”[9]. Entendemos entonces porqué Muerte y Transfiguración de Martín Fierro lleva como subtítulo Ensayo de interpretación de la vida argentina: el Martín Fierro es una ocasión más para acceder a la inagotable realidad pampeana, es a partir de él que puede leerse el sino de la pampa. Así, en tanto entiende e interpreta al poema como “pieza documental de etnología de la cultura”[10], comprendemos cómo es que Muerte y Transfiguración puede formar una trilogía con Radiografía de la Pampa y El mundo maravilloso de G.E. Hudson. Para Martínez Estrada, entonces, es posible leer en el texto poético lo que está fuera de él y que, de algún modo oblicuo, se encuentra en él escrito.

La de Borges es, en cambio, una metafísica del texto: el texto no puede referir a un afuera de sí definitivo y estable, a una única verdad que centellee a partir de su lectura. Nos encontramos, pues, en la inmanencia de la textualidad. Si bien Borges posee artículos en torno a la poesía gauchesca y un libro en torno al Martín Fierro, es en dos cuentos en donde ejerce con mayor radicalidad el gesto crítico: en Biografía de Tadeo Isidoro Cruz y en El fin. En el primero es en donde presenta al Martín Fierro como un libro “capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones”. Lo que Borges quiere dejar sentado así, con una diáfana claridad, es que no existe ni existirá nunca una interpretación unívoca del Martín Fierro, sino sólo versiones y perversiones. Lo magnífico del juego borgeano es que ambos cuentos se erigen a partir de su propio cuerpo como perversiones textuales. Es la materialidad de los cuentos en donde se palpa, de un modo exquisito, que el texto es texto para ser pervertido y la tradición es tradición en tanto puede ser traicionada. El modo en que se ejerce la batalla crítica no es, entonces, a partir del ensayo, sino desde la propia literatura. ¿Qué mejor modo de mostrar la necesaria ausencia en la que reposa todo texto que difiriendo su sentido? ¿Acaso hay otra forma de revelar que no hay una verdad última, una y desnuda, sobre la que pueda asentarse o a la que pueda referir el texto?[11] “En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos” nos dice de Cruz en la Biografía. Es a partir de esos hiatos o ausencias sobre los que se construye el poema de Hernández -como cualquier texto- que Borges va a erigir sus dos relatos.

Veamos qué sucede en El fin. Un cuento con un título que nos desconcierta: ¿no es que las perversiones textuales no tenían fin? ¿no eran casi inagotables? Deberíamos entender este relato como la necesidad de cerrar el ciclo de la gauchesca[12] más que como la finalización de las interpretaciones en torno al Martín Fierro. Allí Borges ensaya un nuevo final para el poema, que no repetiremos aquí, en donde Fierro es finalmente muerto en duelo. Un duelo signado por el destino: “Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano” le dice Fierro al negro antes de batirse en aquel duelo final. Precisamente el destino es esa nota que Borges subraya en sus dos relatos sobre Fierro y que los aúna aún más[13]. “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es” leemos en la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz. Y es en la lúcida noche fundamental en que pasa a pelear junto a Martín Fierro que Cruz comprendió “que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro”. Sabemos que la presencia del destino es recurrente en Borges, pero no deja de ser sorprendente que en los dos textos en los que se debate la herencia del Martín Fierro aparezca tan insistentemente.

¿Acaso la cuestión del destino sea el punto de unión entre las lecturas tan disímiles, como hemos visto, de Borges y Martínez Estrada? ¿y cuál sería el punto?

El drama. Ambos coinciden en que el Martín Fierro no puede ser una épica. No en el modo en que se lo propone Lugones. Tal vez sí en el que lo hace L. Lamborghini: “Una épica de la antiépica con un antihéroe como héroe. Los paisanos payasos de Hidalgo, de Ascasubi, de Del Campo, y ese clown desgarrado que los resume a todos: Martín Fierro”[14]. El punto es el desgarramiento. O mejor, la tragedia. No como género: en este otro punto ambos coinciden en que el Martín Fierro se ajusta mejor a lo que llamamos novela[15]. Pero sí como el advenimiento de un cúmulo de peripecias de las que no puede huirse, y al que se está fatalmente destinado. Al que uno, en un momento determinado, se sabe destinado: he ahí la anagnórisis. Leemos sobre Fierro en Muerte y Transfiguración: “Padece, combate y recupera la libertad, desertando, cuando ya es tarde. Él mismo lo dice: Después que uno está perdido no lo salvan ni los santos (287-8). Y todo lo que sigue a esa certeza de que el destino ha decidido ya por él es el cumplimiento de esa fuerza de perdición que será ilustrada con episodios dramáticos que se enhebran por su propia necesidad serial”[16]. Un conocimiento de la propia destinación que viene seguido, como sabemos, de episodios dramáticos y sangrientos. Borges parece reconocer el mismo elemento trágico en las páginas de Hernández, ya que, en El fin, Fierro se entrega al duelo en la comprensión meridiana de un destino, tal como lo escuchamos decir de su propia boca: “Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano”. Y ese destino, lo sabemos, está signado por la muerte.

Si como apunta Borges, al “pobre” Martín Fierro lo encontramos “en el coraje que no ignora que el hombre ha nacido para sufrir”[17], ¿cómo pensarlo como un héroe épico? Aún menos tolerable es para Martínez Estrada. Para él, que el poema pueda incluirse entre las obras épicas y que el protagonista asuma la personalidad del héroe es solo una suposición gratuita. Si el Martín Fierro ha llegado a las esferas superiores, esto ha sido posible sólo en tanto se “ha podido desbrozar la maleza ecológica que recubría al héroe para ponerlo, limpio y fulgente, al flanco de los paladines y las gestas”[18]. Con esa lectura heroica se lo sacó de foco y se perdió de vista lo que reposaba en la base del poema, matándolo. Fue para devolverlo a la vida que Martínez Estrada asumió la grave tarea de su transfiguración. Acaso ésa sea su más sutil enseñanza, inclusive contra sus pretensiones de verdad: la de la posibilidad de engendrar infinitas transfiguraciones.
[1] Borges, JL; “El escritor argentino y la tradición” en Discusión, Emecé, 1996, págs. 212-13.
[2] Ibíd.; págs. 220-21.
[3] Martínez Estrada, E.; Muerte y Transfiguración de Martín Fierro, Centro Editor de América Latina, Bs. As., 1983, p. 289.
[4] Ibíd.
[5] Aunque indudablemente también lo es en alguna proporción: “El Poema viene explicado por la índole personal de Hernández, hombre extravertido, que constantemente se proyecta al mundo de la acción. Martín Fierro es un instrumento de acción con que libera fuerzas proyectoras de su psiquis; es el complemento de sus armas y de sus combates corporales, de manera que el personaje mítico debe contener, en alguna proporción, sustancia de su propia vida”. Pág. 54-5.
[6] Martínez Estrada, E.; op. cit., p. 82.
[7] Ibíd., p. 287.
[8] Ibíd., p. 79.
[9] Ibíd.; p. 80.
[10] Ibíd.; p. 978.
[11] Cfr. Derrida, J.; La verdad en pintura, Paidós, Bs. As., 2005.
[12] Piglia, R.; “Sobre Borges” en Crítica y ficción, Seix Barral, Bs. As., 2001.
[13] Debemos decir, aunque no ahondemos en esta ocasión sobre ello, que el tema del doble también aparece en ellos igualmente presente, como en Muerte y Transfiguración de Martín Fierro.
[14] Lamborghini, L.; La Política y la Historia en la ficción argentina, Centro de Publicaciones Universidad del Litoral, Argentina, 1995.
[15] Cfr. Borges, J.L. con Guerrero, M.; “Juicio general” en El Martín Fierro, Alianza Editorial, Bs. As, 1998, págs. 99-102 y Martínez Estrada, E.; “La técnica novelística” en op. cit., págs. 223-7.
[16] Martínez Estrada, E.; op. cit., p. 79.
[17] Borges, J.L. con Guerrero, M.; op. cit. Pág. 102.
[18] Martínez Estrada, E.; op. cit., p. 309.

1 comentario:

  1. Anónimo28.6.10

    Muy buen texto, me encantó. Cómo puedo contactar al autor?

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