Foucault: Una política de la interpretación

Eduardo Grüner [1]

La lectura foucaultiana de Marx, Nietzsche y Freud empieza, para mí, hace un cuarto de siglo. En efecto, hace más de 25 años, Susan Sontag publicó un breve pero famosísimo ensayo que se llamó, con un énfasis programático ya condensado en el título, "Contra la lnterpretación". Se trataba de un vigoroso alegato -plenamente imbuido de la combatividad formalista y estructuralista de las vanguardias críticas de la época- que abogaba por la eliminación del concepto de contenido como, “código segundo” al cual traducir la "forma" del texto estético, y que proponía por consiguiente liquidar, por reductora e incluso por "reaccionaria", toda estrategia interpretativa, en favor de una descripción gozosamente formal y amorosa de la obra, para terminar con la exhortación sin duda reminiscente de la Tesis XI sobre Feuerbach- de que si hasta ahora lo que teníamos era una hermenéutica del arte, lo que necesitamos actualmente es un erotismo del arte. Ahora bien: tratándose del erotismo, la propuesta no puede dejar de ser seductora, si bien me parece que la autora tiene un concepto un poco estrecho del erotismo, limitado a una mirada contemplativa sobre la exterioridad, o -como dice ella- sobre la superficie del corpus -o del cuerpo- a disfrutar. Por otra parte, sin embargo, en una época como la nuestra –en la que la disposición polémica parece haberse transformado en un anacronismo arqueológico por el cual hay que estar pidiendo disculpas todo el tiempo- ese espíritu combativo del ensayo no puede menos que ser celebrado.
No obstante, releyendo el artículo para inspirarme (con pobres resultados, seguramente) para esta presentación, ya no pude reencontrar en mí mismo el entusiasmo que otrora me llevara a militar fervientemente en las filas del más sectario formalismo antihermenéutico. Digamos, para ser breves, que hoy sigo pensando que Susan Sontag tiene razón, pero por malas razones. Quiero decir: seguramente que tiene razón cuando se fastidia, por ejemplo, ante el hecho de que, como ella misma lo dice, la obra de Kafka, ha estado sujeta a un "masivo secuestro" por parte, al menos, de tres ejércitos de intérpretes: quienes la leen como alegoría social, quienes la leen como alegoría psicoanalítica, y quienes la leen como alegoría religiosa.

En los tres casos (o en la muy frecuente combinación de los tres), lo que se enriquece es la "interpretación", y lo que se empobrece -o, directamente, se pierde- es el texto y su extraordinaria e inquietante indeterminación. Nada más cierto. Pero aquí hay un problema, del cual la autora no parece hacerse cargo: esas interpretaciones existen, y ya no podernos reclamar la inocencia de leer a Kafka como si no existieran, del mismo modo que ya no podemos tener la pretensión ingenua de leer el Edipo Rey de Sófocles o el Hamlet de Shakespeare como si no hubiera existido Freud. Esas "interpretaciones" cuando son eficaces, no se han limitado a trasladar a un código inteligible un texto rico en incertidumbres, sino que se han incorporado a la obra, a su contexto de recepción. Y más todavía: se han incorporado a todo el conjunto de representaciones simbólicas o imaginarias que constituyen nuestra cultura, si es que aceptamos -como yo he terminado por aceptar, provisoriamente- que las prácticas sociales están constituidas y condicionadas también por los relatos (grandes o pequeños, no me interesa entrar en esa discusión parasitaria) que una cultura incorpora a los diferentes niveles de su "sentido común". De esa manera, los textos artísticos nunca son del todo fenómenos puramente estéticos; o, mejor: su estética es inseparable de su ética y de su política, en el sentido preciso de un Ethos cultural que se inscribe (conscientemente o no), en la obra, y del cual forman parte las interpretaciones de la obra, y de una politicidad por la cual la interpretación afecta a la concepción de sí misma que tiene una sociedad.

Pero entonces, ¿no se ve que la interpretación no es un mero intento de "domesticación" de los textos, sino toda una estrategia de producción de nuevas simbolicidades, de creación de nuevos imaginarios que construyen sentidos determinados para las prácticas sociales? ¿No se ve que la interpretación es, en este registro, un campo de batalla? La Tesis XI de Marx que Susan Sontag parafrasea en su recomendación de sustituir a la hermenéutica por una erótica dice, si la recuerdo bien, que los filósofos se han limitado a interpretar el mundo, cuando de lo que se trata, además, es de transformarlo. No dice que se debe eliminar la interpretación en favor de una transformación espontaneísta e informe, dice algo mucho más fuerte: dice que la interpretación debe servir como guía para la acción transformadora, y dice al mismo tiempo que la acción transformadora es la condición misma de la interpretación. Toda la riqueza de la noción de praxis está contenida en esta idea de que la interpretación puede ser una herramienta de crítica, de "puesta en crisis" de las estructuras materiales y simbólicas de una sociedad, en polémica con otras interpretaciones que buscan consolidarlas en su inercia.

¿Y no se puede escuchar una idea semejante en ciertos psicoanalistas cuando hablan de la interpretación como una intervención (y también, si se me disculpa el mal juego de palabras, una interversión, una versión intercalada) que modifica la relación del sujeto con su propio relato, con su "novela familiar"? ¿0 en el propio Freud, para quien la historia de Edipo no es un mero "ejemplo" sobre el cual aplicar su teoría sino, otra vez, un instrumento para intervenir críticamente en la imagen que la cultura occidental tiene de sí misma? ¿0 en Faulkner, cuando decía que escribir (o sea, "interpretar el mundo") era para él, sencillamente, poner en el mundo algo que antes no estaba? ¿Y no se está diciendo todo esto con una claridad "inocente" cuando se habla del instrumentista musical o del actor de teatro como de un intérprete, para indicar que, cuando es bueno, él hace escuchar el texto musical o dramático como nunca antes lo habíamos escuchado? ¿Qué significa todo esto, sino que la cultura -para bien o para mal- no consiste en otra cosa que en el combate de las interpretaciones? Podemos, por supuesto, huir de ese combate, retirarnos en la pura contemplación, no estética sino estetizante. Pero es inútil pretender que con eso adquirimos no sé qué incontaminada dignidad, que es poco más que la ridícula prestancia del avestruz. Con las políticas de la interpretación sucede, sencillamente, lo mismo que con la política a secas: o la hacemos nosotros, o nos resignamos a soportar la que hacen los otros.

Ahora bien: una política de la interpretación surge precisamente en aquellas prácticas interpretativas ostensiblemente más alejadas de un interés político inmediato y evidente, pero que apuntan a destotalizar (util¡zo ex profeso este término sartreano para distinguirlo de la "deconstrucción" postestructuralista) los "regímenes de verdad" (Foucault) constituidos y/o institucionalizados por una cultura, y a retotalizarlos oponiéndolos a otras estrategias interpretativas. Una práctica semejante es política en el sentido más amplio -más, allá de la delimitación de su objeto específico, que puede ir desde el cuestionamiento de la geometría euclidiana hasta el refinado debate filológico sobre un fragmento del Torquato Tasso- porque afecta a la imagen entera de la polis, entendida como el espacio simbólico en el que se juega el conflicto entre los diferentes sistemas de representación que una sociedad construye sobre sí misma. En este sentido, lo que Ricoeur ha llamado el "conflicto de las interpretaciones" es un componente constitutivo del combate ideológico desarrollado alrededor de lo que Gramsci denomina el "sentido común" de una formación social, combate esencial para la construcción de la hegemonía, de un consenso legitimador para una determinada forma de dominación social. Es, por lo tanto -si se me permite la expresión-, una lucha por el sentido, que busca violentar los imaginarios colectivos para redefinir el proceso de producción simbólica mediante el cual una sociedad y una época se explican a sí mismas el funcionamiento del Poder.

Así tomada, como construcción de consenso para privilegiar una estrategia de interpretación de las "narrativas" de una sociedad, la noción de hegemonía se constituye en paradigma teórico para analizar históricamente las formas culturales de la dominación en general. Más aún: es a partir de una noción combinada de hegemonía hermenéutica que podría entenderse, como tal, la cultura de una sociedad histórica cualquiera, ya que la cultura es políticamente ininteligible a menos de pensarla como inscripta en (objeto de, a atravesada por) un campo de fuerzas en pugna, un campo de poder en el cual lo que se dirime es, en última instancia, el sentido de la constitución de las identidades colectivas. El conflicto de las interpretaciones pone en escena también, entonces, una lógica de la producción de subjetividades que no están ni definidas a priori ni confirmadas a posteriori. Aquéllas "identidades" no son tales, en tanto no existen nunca sujetos sociales plenamente constituidos y "completos", sino justamente un proceso de retotalización permanente que se define en los avatares de la lucha por las hegemonías hermenéuticas. Está claro que esas identidades -producidas por el conjunto de "representaciones" de sí mismos con el que los sujetos interpretan su práctica social- cristalizan, a veces por largos períodos históricos, en lo que suele llamarse "imaginarios", o en términos más políticos, ideologías. Pero, como ocurre en el célebre paradigma lacaniano del estadio del espejo, ese soporte imaginario es una condición sine qua non para la emergencia de lo "simbólico", o dicho muy groseramente, de una eficacia operativa de la interpretación productora de sentido, "eficacia" que, como solía decir Marx, debe juzgarse por lo que los sujetos hacen con ella, y no por lo que creen sobre sí mismos. Con las famosas palabras de D. H. Lawrence, "hay que creerle siempre a la narración, nunca al narrador".

Ninguna estrategia de interpretación, pues, por más "inconsciente" que sea, puede alegar ingenuidad: una cosa es reconocer que los efectos de la interpretación son en buena medida incontrolables, otra muy diferente pretender que una estrategia de interpretación no es responsable de sus efectos. Uno se sentiría tentado de repetir, con Althusser, que puesto que no hay lecturas inocentes, deberíamos empezar por confesar de qué lecturas somos culpables.

Hay, por lo tanto, una culpabilidad original de la interpretación, consistente en que ella siempre procura, confesadamente o no, la conservación, la transgresión o el quebrantamiento de una Ley establecida. Y la resonancia cristiana que se puede escuchar en esa referencia a una culpa de origen y a su confesión tal vez no sea caprichosa: después de todo, nuestros métodos hermenéuticos son todos, en alguna proporción, tributarlos de la exégesis bíblica, por la cual la imagen del universo se construye soportándose en la obsesiva, casi paranoica, traducción de una Palabra fundadora. Es Walter Benjamin -con su acostumbrada y desgarrada hondura- el que ha señalado que la interpretación alegórica del cristianismo compromete a la historicidad como tal, pero a una historicidad salvaguardada como esencial: la alegoría entiende al mundo como Escritura, y a la Escritura como anuncio del Acontecimiento del Logos. La palabra Theoria -con la que se designa una determinada estrategia de interpretación de una región del universo- conserva en su raíz Theos esta voluntad de omnipotencia creadora, transgresora, que apunta a producir un Acontecimiento, es decir una Catástrofe. Pero también resguarda su carácter, una vez más, político: como lo explica Gadamer, el desarrollo del método hermenéutico, que desemboca en la aparición de una "conciencia" plenamente histórica emergió como arma de autodefensa de la interpretación reformista de la Biblia contra el ataque de los teólogos tridentinos y su apelación al carácter ineludible de la tradición. El argumento de Lutero es que la literalidad de la Biblia no requiere de la tradición para ser comprendida, sino que cualquier lectura actual basta para extraerle su verdad. Pero esa lectura requiere, a su vez, esa forma de intervención hermenéutica que es la traducción a la lengua vernácula. Y ya sabemos qué acontecimientos catastróficos produjo la traducción luterana de la Biblia en las tradiciones de la cultura occidental.

Eso que confusamente se llama la Modernidad es, como se sabe, pródiga en tales catástrofes. Quizá la Modernidad (o, para decirlo sin eufemismos, el modo de producción capitalista y los intentos de afianzar o quebrantar su Ley) pueda ser definida, en un cierto registro, como un estado de catástrofe permanente que instaura el conflicto de las interpretaciones y la lucha por el sentido como su régimen de existencia mismo, en el cual combaten las estrategias productoras de nuevos acontecimientos del Logos, allí donde la búsqueda de una expiación de la Culpa originaria ya no puede unificar imágenes. Como diría Nietzsche, si Dios ha muerto, todo está permitido. Pero como diría Orwell, hay algunas cosas más permitidas que otras, y cuáles sean esas cosas es también un resultado del conflicto de las interpretaciones, de la lucha por el sentido.

De cualquier manera, las narratividades catastróficas resultantes de la lucha entre los modos de interpretación potencian su carácter ampliamente político cuando logran, nuevamente, destotalizar el campo mismo de constitución de las diferentes lecturas de la realidad y reconstituir los dispositivos discursivos sobre un horizonte hermenéutico radicalmente nuevo. La mención que hice hace un momento al nombre de Nietzsche y las repetidas menciones a Marx y Freud tampoco son azarosas: ellos constituyen, en efecto, la trilogía de los que tanto Ricoeur como Foucault, desde perspectivas por cierto muy distintas, han identificado como fundadores de discurso de la modernidad: vale decir, aquéllos que -independientemente de la eficacia específica de sus teorías particulares- han redefinido el espacio mismo de la producción de una nueva manera de leer la escritura del mundo; aquéllos, en fin, que han provocado nuevos acontecimientos del Logos, y lo han hecho violentando, justamente, la Ley de los modos de interpretación establecidos.

Esa intervención violenta consiste, sucintamente, en la advertencia de que -como lo muestra Foucault, en El orden del discurso - las dos grandes sospechas que siempre se habían levantado en Occidente sobre el lenguaje (la de que el lenguaje nunca dice exactamente lo que dice, y la de que hay muchas otras cosas que hablan sin ser estrictamente lenguaje) ya no pueden ser fácilmente despachadas mediante el recurso a la "clara y distinta" conciencia cartesiana o a la Razón iluminada de una ciencia que despeja las brumas de la creencia dogmática e irreflexiva. No se trata, en Marx, Nietzsche y Freud, solamente de "multiplicar los signos del mundo ensanchando el campo del saber" (Foucault), o de otorgarle sentido a fuerzas y objetos que antes no lo tenían, como en la titánica batalla decimonónica de la Ciencia contra el Mito, que -según han mostrado agudamente los pensadores frankfurtianos- terminó elevando a la propia ciencia al rango de gran Mito de la Razón Instrumental: se trata, en Marx, Nietzsche y Freud, de una operación mucho más radical, que transforma completamente la naturaleza misma del signo, y por lo tanto la estrategia de su interpretación, y por lo tanto la imagen misma del sujeto de la interpretación. Y se trata por consiguiente de una explicitación del modo de interpretación como política, en el sentido en que la definíamos antes.

Efectivamente, este método de interpretación se distingue de otros anteriores porque ya no entiende a la interpretación como mero trabajo de "desenmascaramiento", de "develación" o de "desciframiento" simbólico que se propone restaurar un sentido oculto, disimulado o perdido. Y no es que los otros métodos fueran solamente eso, sino que ahora -gracias a Marx, Nietzsche y Freud- sabemos que no eran solamente eso. Sabemos, quiero decir, que pensarlos -y pensarse- "como solamente eso" servía para desplazar su "culpabilidad original" –es decir, su política- en favor de una supuestamente cristalina reconstrucción de la transparencia primigenia de los símbolos. Por el contrario, pensar la interpretación como una intervención en la cadena simbólica que produce un efecto disruptivo, y no un simple desplazamiento, es al mismo tiempo poner en evidencia su carácter ideológico y, como decíamos antes, someter a crítica la relación del sujeto con ese "relato".
Foucault-siempre hablando de aquellos tres "fundadores de discurso"- dice que Marx no se limita a interpretar a la sociedad burguesa, sino a la interpretación burguesa de la sociedad (por eso El capital no es una economía política, sino una crítica de la economía política); que Freud no interpreta el sueño del paciente, sino el relato que el paciente hace de su sueño (y que ya constituye, desde luego, una "interpretación", en el sentido vulgar o "silvestre"); que Nietzsche no interpreta a la moral de Occidente, sino al discurso que Occidente ha construido sobre la moral (por eso hace una genealogía de la moral). Se trata, siempre, de una interpretación que hace ver que esos discursos que examina son, justamente, interpretaciones -"producciones" de sentido- y no meros objetos complicados a descifrar, con un sentido dado desde siempre que sólo se trata de re-descubrir. Lo que hacen los tres, nuevamente es intervenir sobre una construcción simbólica no para mostrar su transparencia originaria, sino al revés, para producirla como opacidad; no para descifrarla, sino al revés, para otorgarle su carácter de cifra, su "artificialidad", es decir, para desnaturalizarla en su función de "sentido común", y para desnaturalizar, también, la relación de ese discurso con los sujetos que ha producido como soportes de su propia reproducción. Se trata, en fin, de quebrar esa armonía y ese bienestar, de transformar al sujeto, mediante la interpretación, en insoportable para su propio discurso y quizá dejarlo, momentáneamente, sin palabras.

Esa insoportable parquedad del decir (si se me siguen permitiendo los malos chistes), hace que los signos interpretantes se escalonen en un espacio más diferenciado, apoyándose en una dimensión que podríamos llamar de profundidad, a condición de no entender por esto "interioridad" (vale decir, la Idea del símbolo como "cáscara" que encierra al objeto portador de la verdad) sino como un trabajo interpretativo que opera, sí, sobre la superficie, pero no -como, preferiría Susan Sontag- para describirla (como si una descripción no fuera, por otra parte, un cierto tipo de interpretación que no osa decir su nombre), sino para rearticular sus líneas narrativas, provocando otras intersecciones que las que el texto se limita a mostrar.

Marx -que, según Lacan, inventó la teoría psicoanalítica del síntoma-, cuando realiza su célebre interpretación del fetichismo de la mercancía, no se limita a apartar el "símbolo" mercancía como una "máscara" detrás de la cual se ocultaría la "cosa", el "verdadero contenido" -a saber, las relaciones de producción y explotación que le dan a la mercancía su condición de fetiche-. Lo que hace -y es extraño que Susan Sontag no recurra a este ejemplo prestigioso- es apoyarse en lo que él mismo llama la forma mercancía, que es la que hace posibles esas relaciones de producción y no otras, para producir su articulación con la estructura del modo de producción como totalidad vale decir, destotaliza la forma-mercancía (pues el "fetichismo" que promueve el discurso de la economía política consiste en hacer pasar la parte por el todo, la mercancía sustituyendo a las relaciones sociales) y la retotaliza, reinscribiéndola en el conjunto de la formación social, es decir devolviéndole su "profundidad" histórica sin necesidad de salir de la "superficie" del texto de la economía política, ya que él sabe muy bien que el fetichismo de la mercancía, como el sueño del paciente del psicoanálisis, no es una "ilusión" que basta despejar para que todo vuelva a su lugar, es una "ficción" que produce efectos materiales decisivos: sin fetichismo de la mercancía no hay capitalismo.

La interpretación, pues, no está destinada a disolver "falsas apariencias" de la cultura, sino a mostrar de qué manera esas "apariencias" pueden expresar una cierta verdad que debe ser construida por la interpretación. Es en ese sentido que no se puede hablar de "profundidad" con ese tono de voz solemne que usan los guardianes de la tradición para indicarnos la impertinencia de nuestra pretensión de interpretar para dar lugar a otra cosa. Porque es precisamente la tradición cultural, su aspiración a la inmovilidad mineral de la que habla Sartre, la que lleva la marca ridícula de la banalidad. Es Marx mismo quien, al principio de El capital, explica que, a diferencia de Perseo, él tiene que hundirse en la bruma para mostrar que de hecho no hay monstruos ni enigmas profundos, porque todo lo que hay de "profundo" en el discurso que se hace la burguesía acerca de la moneda, el capital, el valor, no es más que una banalidad. Una banalidad, claro, que desgarra los cuerpos y las almas de sus víctimas, es decir de aquéllos que creen en su profundidad. Pero que no por eso deja de ser banal, horriblemente banal, como la "Banalidad del Mal" que espantaba a Hannah Arendt cuando se refería al nazismo. Es sólo una política de la interpretación que no se deje subyugar por la profundidad así entendida la que puede recomponer la agitación de la superficie y crear una verdadera tormenta. La interpretación es, allí, ese Acontecimiento que funda un nuevo Logos, un nuevo espacio de inteligibilidad desde el cual todo el "mapa" de la cultura se recompone. Y que lo hace por la imaginación, por la construcción de un "relato", de una "ficción" si se quiere decir así, pero de una ficción que genera un nuevo régimen de verdad desde el cual leer las otras ficciones. Insistamos: ésta es una política de la interpretación que, aunque apele a la más radical negatividad - en el sentido de la "crítica de todo lo existente" que desvelaba a Marx- es una estrategia decididamente construccionista.
¿Y el psicoanálisis? Como se sabe, las relaciones del psicoanálisis con la interpretación del arte, por ejemplo, han sido siempre muy conflictivas, y todos hemos tenido que soportar estoicamente esos tediosos trabajos de "psicoanálisis aplicado" a textos estéticos que -en esto hay que darle la razón a Susan Sontag- hacían del pobre Kafka un mero caso de temor al padre, angustia de castración, sentimientos de impotencia y otras trivialidades por el estilo por las que todos hemos pasado sin por ello haber escrito El castillo. Un procedimiento que contrasta, por cierto, con el respeto casi reverencial que Freud tenía por lo que él llamaba el "misterio" de la creación estética, frente a lo cual el psicoanálisis como tal, afirmaba, tiene muy poco que decir. Hay, sin embargo, dos frases que siempre me han impresionado como posibles puntos de partida para pensar desde otro lugar la interpretación psicoanalítica del arte. La primera es del mismo Freud, cuando afirma que si se pudiera establecer una comparación entre el método psicoanalítico y alguna forma de arte, aquél se parecería no tanto a la pintura, que agrega formas y colores sobre la tela vacía, sino a la escultura, que rompe la piedra para que quede una forma. Mientras en el primer caso se trata de una pura invención que vuelca desde afuera algo sobre la nada, en el segundo se trata de una interpretación que extrae algo nuevo de una superficie ya existente, luchando contra su resistencia. No me interesa tanto, aquí, la idea de "resistencia" -con la que los psicoanalistas sabrán qué hacen- como la idea de lucha como práctica que produce un acontecimiento.

La segunda frase a la que me refería es de Oscar Masotta, cuando decía, aproximadamente, que no se trata de aplicar la teoría del psicoanálisis al texto artístico, sino de utilizar el texto artístico para hacer avanzar la teoría. Pero si es así, la formulación puede darse vuelta para decir que no se trata de que un crítico, un "intérprete", aplique al psicoanálisis su teoría hermenéutica -como parece hacerlo Ricoeur, según vimos- sino de que utilice al psicoanálisis para hacer avanzar su teoría, para darse una política de interpretación de la cultura que no necesariamente es la teoría psicoanalítica, pero que aprende de ella (o de Marx o de Nietzsche) una lógica de la interpretación como intervención productora del acontecimiento. Es verdad que proseguir con esta analogía nos lleva por un camino muy espinoso, en el cual surge de inmediato una cuestión inquietante: el intérprete ¿está en posición de analista, o de paciente? Quiero decir: ¿no es la presencia del texto la que hace hablar al crítico por vía de su relación que me permito llamar "transferencial" con la obra de cultura?

Sea como sea, se ve de inmediato que la intervención hermenéutica compromete radicalmente al propio lugar del sujeto de la interpretación -y no sólo a las "identidades colectivas" que ven conmovida su relación institucional con el espacio simbólico de su cultura-, hasta el punto que podría decirse que también la interpretación produce su propio sujeto, y más aún, que la interpretación es el sujeto, en la medida en que todo sujeto está constituido imaginariamente por las interpretaciones que ensaya sobre su propia relación simbólica con el mundo. Pero sujeto ¿de qué discurso? Respondamos rápidamente: del discurso permanente del malentendido.

Es por eso, quizá, que Foucault recuerda que tanto en Freud como en Nietzsche y Marx, se perfila esta experiencia, tan importante para la hermenéutica moderna, de que cuanto más se avanza en la interpretación, tanto más hay un acercamiento a una región absolutamente peligrosa, donde no sólo la interpretación puede encontrar su límite y su vuelta hacia atrás, sino que además puede desaparecer como interpretación y puede llegar a significar incluso la desaparición del mismo intérprete. La narrativa catastrófica de la interpretación, pues, es posible que implique también la catástrofe del sujeto.

No sé si se ha insistido lo suficiente, a este respecto, en una sintomática coincidencia referencial en las políticas hermenéuticas de los tres "fundadores de discurso" foucaultianos. Ya aludimos al uso que hace Freud de la figura trágica de Edipo como instrumento de interpretación. La genealogía de la moral nietzscheana, por su parte, y en general todo el espíritu de su interpretación de la cultura occidental, está conectada con la oposición entre lo dionisíaco y lo apolíneo, que Nietzsche identifica con el origen de la tragedia. Finalmente, en El XVIII Brumario de Luis Bonaparte de manera explícita, pero en otros textos de manera alusiva, Marx recomienda interpretar la Historia teniendo en cuenta siempre que ella se produce a veces como tragedia y a veces como parodia. En los tres, por lo tanto, el género de la tragedia -y su "historicidad esencial", -para decirlo con Benjamín- es la metáfora privilegiada de aquella "región peligrosa" a la que conduce la interpretación y los acontecimientos del Logos que ella desata. ¿Acaso Edipo no es ese sujeto que, interpretando a la tradición de Tebas -a la Esfinge-, desencadena los acontecimientos catastróficos que amenazan destruirlo tanto a él como sujeto como a la Polis -a la Cultura de la que su interpretación le da el Poder-? Y también para él, después de todo, la historia comienza con una banalidad, con una trivialidad, con en el cruce de esas tres vías donde se produce su encuentro casual con el que no sabe que es su padre.

Es que la tragedia es la demostración, como ha dicho alguien, de que el Ser es Caos, de que no solamente no siempre somos dueños de la consecuencia de nuestros actos, sino de que aquél malentendido constitutivo que provoca la intervención interpretativa, hace que ni siquiera podamos dominar del todo la significación de esos actos. Y es por esa falta -también se puede decir: por esa culpa - original en nuestro ser de sujetos, que sólo nos queda (como si fuera poco) la narrativa catastrófica que nos permite hacernos sujetos de nuestra propia falta, hacernos sujetos críticos de nuestra propia cultura y de nuestra propia subjetividad: de una cultura y uma subjetividad paródicas y desdramatizadas, donde pareciera que la única tragedia posible -a la manera de las obras de Beckett o de los films de Buster Keaton- es la de instalarnos, sin poder realmente interpretarlo, en nuestro papel de sujetos cómicos.

Ignoro si será posible recuperar ese impulso de los "grandes relatos" que lleve nuestra política de la interpretación hasta el borde mismo de las regiones peligrosas de la Cultura. Y tal vez tenga razón JanKott cuando insinúa que no es Edipo -el que ha matado a su padre y se ha acostado con su madre- el que es trágico, sino que es el mundo cuyos dioses han ordenado que los hijos maten a sus padres y se acuesten con sus madres el que es trágico. Pero ¿cómo podría eximimos, esa ignorancia, de interpretar el mundo, de correr el peligro?


[1] Prólogo a "Nietzsche, Freud, Marx", Michel Foucault. Ediciones El Cielo por asalto.

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